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El monstruo en el espejo
asta con echar un vistazo a cualquier entorno social para encontrar una buena cantidad de objetos que representan la propia naturaleza del ser humano. Independientemente de si suceda de manera consciente o inconsciente; o de su directa inmanencia con la vida cultural, se trata de un hecho reconocible. El hombre representa sus miedos y deseos en todas las formas de comunicación que ha creado y en sus diversos niveles colectivos.
En la sociedad, este reflejo se ha desarrollado en la figura mítica del monstruo: el ser descomunal, capaz de traspasar las barreras morales, de trasgredir a la humanidad. Las transformaciones culturales han ofrecido a lo largo del tiempo un desfile de criaturas horripilantes que van desde los hombres lobo, vampiros, demonios, hasta los recientemente populares alienígenas y zombies.
Aunque este último par de agentes terroríficos han compartido las luminarias en los últimos años, hay una diferencia abismal entre los dos: El extraterrestre, por muy inverosímil que sea, mantiene cierto aire de probabilidad de existencia, mientras que los putrefactos zombies radican en la esfera de la fantasía.
No es casualidad que en tiempos medievales, las bestias y dragones hayan surgido como respuesta ante la magnanimidad de los territorios inexplorados, un mundo desconocido y mágico en las entrañas del mar y de la tierra, mientras que, en los siglos posteriores, tras la revolución industrial, la burguesía haría el dibujo del aristocrático vampiro, oculto en las sombras de un castillo olvidado, muestra de un sistema feudal cada vez más fuera de contexto.
Entrado el siglo XX aparece el zombie, y no como se le plantea en el vudú, como un ser resucitado con la magia, si no, como un monstruo de masas; un virus o una epidemia que no proviene del “más allá”, sino de la misma tierra. Aunque el zombie tuvo su brote como fenómeno a finales de los sesenta con la película La Noche de los Muertos Vivientes, de George A. Romero, en la literatura tuvo una aparición emblemática en la obra de H. P. Lovecraft: Herbert-West Reanimador, en la que un científico se propone volver los muertos a la vida con desastrosos resultados.
La eficacia del muerto viviente parece estar relacionada con la cualidad de la masificación: Aparecen en grandes cantidades y del mismo modo son destruidos. En muchas ocasiones se muestran con el uniforme del rol social que desempeñaban antes de la infección, por ejemplo, batas de médico, miembros de la policía, etc., elemento que enfatiza el origen del monstruo y que lo ficha como exmiembro del orden social. De este modo, el zombie es el “otro”, pero que en sus entrañas es “nosotros”: El individuo alienado, hambriento e impersonal.
El zombie es el “otro”, pero que en sus entrañas es “nosotros”: El individuo alienado, hambriento e impersonal.
A todo esto, se le agrega una característica fundamental de nuestro tiempo y que tiene que ver con la degustación visual. El desarrollo de las técnicas audiovisuales interactúa perfectamente con las características del monstruo en cuestión. Se degusta una pasarela de especímenes, casi de utilería, destinados a probar la creatividad del autor para las escenas de despedazamiento corporal y salpicaduras del rojo coagulado.
La personificación del infectado encierra al sobreviviente como posibilidad. En arrebatos frenéticos los protagonistas acaban con la mayor cantidad de muertos vivos, completamente despojados de su identidad, y donde solo importa la supervivencia propia, de igual manera sucede en las odiseas diarias por alcanzar las puertas abiertas del metro y demás analogías cotidianas acordes con la necesidad intrínseca del zombie por la carne humana.