Música del desierto
Ridículas Casualidades
Manuel Augusto
El horizonte se pierde
Entre piedras y entre espinas
Amor, tu abandono muerde
Amor, cómo me lastimas
Ay, amor, ay, sin flor
Ay, amor, cuánto dolor
Al norte del estado de Durango, en el municipio de Lerdo, a la orilla del río Nazas y en medio de paisajes semidesérticos se encuentra el ejido Sapioriz.
En la sala de espera de un aeropuerto, sobre un asiento frente a mí, reposa casi desvanecido, con evidente cansancio y dolor, un hombre de edad avanzada, no menos de ochenta años. Sin más fuerza que la gravedad deja caer sus largas y delgadas manos a los costados. Viste sencillo, como a quien le late el corazón alejado de cualquier ciudad, cual si viviera de y para la tierra; camisa a cuadros, chaleco ligero y pantalón viejo de mezclilla. Una cachucha desgastada y mal puesta le cubre el cabello corto, gris y despeinado; aquí no, pero quizá cuando vuelva a casa habrá que trabajar al aire libre, limpiar establos, ordeñar vacas, hacer queso, cualquier cosa, y ahí sí cubrirá su rostro cansado del implacable sol. La fatiga, que seguro no es poca, se muestra aún insatisfecha en sus piernas que levanta y estira con la lentitud y la pesadez de toda una vida a cuestas; su calzado mal puesto cae al suelo y al bajar los pies caen sobre éste, no hace por acomodarlos. Descansa sus pies desnudos sobre un par de huaraches viejos.
Ahí nace el grupo musical Los Cardencheros de Sapioriz, que continúa y mantiene viva la práctica del Canto Cardenche: forma tradicional de música que tuvo sus inicios en el siglo XIX en el norte del país.
A un lado suyo, una señora que aparenta la misma edad, el mismo hogar, la misma tierra, la misma añoranza en manos y ojos, está sentada al filo del asiento; sus manos inquietas descansan sobre su regazo; piernas juntas, inclinadas y echadas ligeramente para atrás bajo la banca. Lleva un suéter negro sobre un mandil de cuadros verdes y blancos, falda larga y negra, medias de un ligero tono café y zapatos negros de piso. Impecablemente trenzado, su cabello largo y encanecido no deja esconder la preocupación y serenidad que en su rostro se mezclan y fulguran: como esperando sin saber qué. En cortos episodios repetitivos da tragos a su Coca y regresa la lata al suelo. Voltea a ver a cualquier dirección, sobre todo al cielo, pero nunca a la pantalla que anuncia los próximos vuelos y que cuelga del techo a unos pasos de ella. Cada tanto se dirige al señor, lo mismo con mirada tierna que angustiada, le da palmaditas en el pecho a la vez que le dice con voz dulce algo inaudible para mí, no pueden ser más que palabras reconfortantes, éste voltea a verla y responde con las manos pesadas, lentas y sin fuerza con el gesto de quien ignora la respuesta o los hechos.
Se caracteriza por ser canto a capella, con armonía de voces, sin presencia de instrumentos musicales.
Personal de la aerolínea y del aeropuerto se sitúan frente a ellos para ofrecerles, según parece, orientación de su vuelo. Él parece no poder responder, ella intenta hablar por ambos, pero solo puede responder, al igual que él con el gesto de las manos, que no sabe. La cuadrilla se retira y ellos permanecen serenos, inmóviles.
La ausencia de los instrumentos musicales, lejos de haber sido un impedimento para lograr expresar sentimientos o relatar sucesos de la vida diaria, fue lo que dio singularidad y belleza a este género.
Están por salir los vuelos de las tres de la tarde de este martes 31 de julio. El calor arrecia y cala más fuerte. Ella continúa sentada a la orilla de la banca con una quietud impactante, él resbalando de a poco, más horizontal que vertical sobre el incómodo asiento, su cuerpo entero revela hastío, cansancio y dolor. Como buscando algo, ambos miran entre la gente que transita frente a ellos con la ajena y natural indiferencia de los que con prisa corren entre las salas de espera. Ellos no. Ellos se miran con detenimiento. Ellos se mueven como si no existieran las agendas, dueños de su tiempo y su andar. Sus ojos son un llamado a casa. Se miran, a través de ellos, con miradas de nostalgia y miedo, simpleza y fuerza, con la añoranza de su tierra y los mejores años pasados.
Cardenche, como la cactácea que crece en la zona, así fue nombrado este género musical por la peculiaridad de sus espinas venenosas como una metáfora del amor, pues éstas entran con mucha facilidad en la piel, pero generan mucho dolor al intentar removerlas.
Regresa la cuadrilla con una silla de ruedas para él. Salen despacio de la sala de espera. Ella, con la mirada al cielo como esperando una respuesta, camina a un lado de él. Parece no saber hacia dónde se dirigen. Los llevan hasta un mostrador vacío. El reloj inclemente dicta la sentencia: han perdido el vuelo.
La canción cardenche es de amor, desprecio y cotidianidad. Pero también es desierto; grandes valles y majestuosos cerros con extensos matorrales, mezquites, pirules, huizaches, nopaleras, agaves y cactáceas de inmensa variedad; liebres, víboras, venados, coyotes, águilas y auras alzando el vuelo; luces ámbar que titilan a lo lejos, arrullo de noche, fogones sofocados, olor de casas en vela, rumor del radio encendido a media noche, rebuznos histéricos, cencerros de cabras en el corral, aullidos lejanos; voces del desierto, silencio hipnótico, caminos de tierra, brujas en los árboles, cielo escampado cubriendo la vastedad del ser y lo que será, estrellas y astros iluminando y coloreando de plateado el valle; luna inmensa, sol de colores, nubes de algodón; carreteras solitarias e infinitas; historias inmortales; tractores viejos, tierra seca, sudor, lágrimas, cerveza; amores eternos, fugaces y prohibidos; esperanzas marchitas, tradición y nostalgia.
Luego de unos minutos corre la noticia de un avión desplomado momentos después de haber despegado del aeropuerto internacional de Durango con destino a la Ciudad de México. Ellos se voltean a ver, ella le toma las manos a él, corren lágrimas de ambos: regresan a casa, regresan al desierto.
La vida tiene sus formas (raras) de recordarnos lo diminuto que somos y lo efímera de nuestra existencia en el vasto universo.